sábado, 19 de septiembre de 2009

Newton y la inercia

Al observar nuestro entorno es natural que veamos dos cosas grandes en el paisaje, el cielo y la tierra; y, según el filósofo griego Aristóteles, esas dos partes parecían comportarse de manera completamente diferente.
Aristóteles observó que aquí abajo, en la tierra, todo cambia o se desintegra: los hombre envejecen y mueren, los edificios se deterioran y derrumban, el mar se encrespa y luego se calma, los vientos llevan y traen las nubes, el fuego prende y luego se apaga, y la Tierra misma tiembla con los terremotos.
En los cielos, por el contrario, parecía reinar sólo la serenidad y la inmutabilidad. El Sol salía y se ponía puntualmente y su luz jamás bajaba de brillo. La Luna cambiaba sus fases regularmente, y las estrellas brillaban sin desmayo.
Aristóteles concluyó que las dos partes del universo funcionaban de acuerdo con reglas o “leyes naturales” de distinta especie. Había una ley natural para los objetos de la Tierra y otra para los objetos celestes.
Estos dos conjuntos diferentes de leyes naturales parecían retener su validez al aplicarlas al movimiento. Una piedra soltada en el aire caía derecha hacía abajo. Y en un día sin viento, el humo subía recto hacia lo alto. Todos los movimientos terrestres, librados a su suerte, parecían avanzar o hacia arriba o hacia abajo.
No así en el cielo. El Sol y la Luna y las estrellas no caían hacia la Tierra ni se alejaban de ella. Aristóteles creía que se movían en círculos suaves y uniformes alrededor de nuestro planeta.
Había otra diferencia, y es que en la Tierra los objetos en movimiento terminaban por pararse. La piedra caía al suelo y se detenía. Una pelota podía botar varias veces, pero muy pronto quedaba en reposo.
Aristóteles por tanto dijo que el estado natural de las cosas en la Tierra era el reposo. Cualquier objeto en movimiento regresaba a ese estado natural de reposo lo antes posible. El cielo, por el contrario, los astros jamás hacían un alto y se movían siempre con la misma rapidez.
Las ideas aristotélicas sobre el movimiento de los objetos fueron lo mejor que pudo ofrecer la mente humana durante casi dos mil años. Luego vino Galileo con otras mejores (vean la entrada pasada).
Unos cuarenta años después de la muerte de Galileo el científico inglés Isaac Newton estudió la idea de que la resistencia del aire influía sobre los objetos en movimiento y logró descubrir otras formas de interferir con éste. Cuando una piedra caía y golpeaba la tierra, su movimiento cesaba porque el suelo se cruzaba en su camino.
Newton pensó: ¿Qué ocurriría si un objeto en movimiento no hiciese contacto con nada, si no hubiese barreras, ni rozamiento ni resistencia del aire? Dicho de otro modo, ¿qué pasaría si el objeto se mueve a través de un enorme vacío?
En ese caso no habría nada que lo detuviera o lo friccionase desviando su trayectoria. El objeto seguiría en movimiento hacia la misma dirección y a la misma velocidad. Por tanto el estado natural de un objeto en la Tierra no era necesariamente el reposo; esa era sólo una posibilidad. Sus conclusiones alas resumió en un enunciado que puede expresarse así: Cualquier objeto en reposo, abandonado completamente a su suerte, permanecerá para siempre en reposo. Cualquier objeto en movimiento, abandonado completamente a su suerte, se moverá a la misma velocidad y en línea recta indefinidamente.
Este enunciado es la primera ley de Newton del movimiento. Según Newton, los objetos tendían a permanecer en repos o en movimiento. Era como si fuesen demasiado “perezosos” para cambiar de estado. Por eso, la primera ley de Newton se denomina a veces la ley de “inercia”. (Inertia, en latín, quiere decir “ocio”, “pereza”.)
La segunda ley del movimiento que enunció Newton cabe expresarla así: la aceleración de cualquier cuerpo es igual a la fuerza aplicada a él, dividida por la masa del cuerpo. Dicho de otro modo, un objeto, al empujarlo o tirar de él, tiende a acelerar o retardar su movimiento o a cambiar de dirección. Cuanto mayor es la fuerza tanto más cambiará de velocidad o de dirección. Por otro lado, la masa del objeto actúa en contra de esa aceleración. Un empujón fuerte aplicado a una pelota hará que se mueva mucho más deprisa que una bala de cañón que se le aplique la misma fuerza en el empujón (que tiene mucha más masa).
Newton luego propuso una tercera ley del movimiento, que puede enunciarse de la siguiente manera: Si un cuerpo ejerce un fuerza sobre un segundo cuerpo, éste ejerce sobre el primero una fuerza igual pero de sentido contrario. Es decir,
que si un libro aprieta hacia abajo sobre una mesa, la mesa tiene que estar empujando el libro hacia arriba con la misma fuerza. Por eso el libro se queda donde está, sin desplomarse a través del tablero ni saltar a los aires.
Las tres leyes del movimiento sirven para explicar casi todos los movimiento y fuerzas de la Tierra. Pero ustedes se preguntarán ¿y qué pasa con los movimientos en los cielos? (y si no se lo preguntaron Newton ya lo hizo por nosotros).
Los objetos celestes se mueven en el vacío, pero no en línea recta. La Luna, por ejemplo, gira alrededor de la Tierra. Lo cual no contradice la primera ley de Newton, por que la Luna no está “librada a su suerte”. No se mueve en línea recta porque sufre continuamente un tirón lateral en dirección a la Tierra. Ese tirón es explicado por la fuerza de gravedad. Newton aplicó sus tres leyes del movimiento a nuestro satélite y demostró que su trayectoria quedaba explicaba admirablemente con sólo suponer que sobre ella actuaba la misma fuerza gravitatoria que hace caer las manzanas de los arboles.
Pero la cosa no para ahí, por que cualquier objeto del universo establece una fuerza de gravitación; y es la gravitación del Sol, por ejemplo lo que hace rotar a la Tierra alrededor del astro central. Con las tres leyes de Newton se demuestra que la magnitud de la fuerza de gravitación entre dos cuerpos cualesquiera del universo depende de las masas de los cuerpos y de la distancia entre ellos. Cuanto mayores las masas, mayor la fuerza. Newton con esto descubrió la ley de la gravitación universal.
Está ley consigió dos cosas importantes. En primer lugar explica el movimiento de los cuerpos celestes hasta casi sus últimos detalles.

Y en segundo lugar, y más importante, Newton (con todo y su peinado) demostró que Aristóteles se volvió a equivocar.

jueves, 17 de septiembre de 2009

Galileo y la experimentación.

Un buen domingo de 1581, dentro de la catedral de Pisa se hallaba un joven de diecisiete años. Era devotamente religioso y no hay por que dudar que intentaba concentrarse en sus oraciones; pero como a todo mundo en misa, le distraía algo, un candelabro que pendía del techo cerca de él. Había un corriente y el candelabro oscilaba de acá para allá.
En su movimiento de vaivén, unas veces corto y otras de vuelo más amplio, el joven observó algo curioso: el candelabro parecía batir tiempos iguales, fuese el vuelo corto o largo.

A estas alturas el joven de nombre Galileo, tenia que haberse olvidado por completo de la misa. Notó que el candelabro iba al ritmo de la música y el tiempo que tardaba en recorrer un oscilación larga era el mismo tiempo que tardaba en recorrer una oscilación corta.
Cuando regresó a casa ató diferentes pesas en el extremo de varias cuerdas. Cronometrando las oscilaciones que un peso suspendido de una cuerda larga tarda más tiempo en ir y venir que un peso colgado de una cuerda corta. Sin embargo, al estudiar cada peso por separado, comprobó que siempre tardaba lo mismo en una oscilación larga o corta. Galileo descubrió el principio del péndulo.
Pero había conseguido algo más: hincar el diente a un problema que había traído de cabeza a los sabios durante dos mil años: el problema de los objetos en movimiento.
El filósofo griego Aristóteles pensaba que el movimiento de caída era propio de todas las cosas pesadas y creía que cuanto más pesado era el objeto, más deprisa caía. Más tarde ya vimos que Arquímedes aplicó matemáticas a la ciencia del movimiento, pero de carácter puramente estático.
Después de su descubrimiento la preocupación de Galileo era hallar la manera de retardar la caída de los cuerpos para así poder experimentar con ellos y estudiar detenidamente su movimiento. (Lo que hace el científico en un experimento es establecer las condiciones especiales que le ayuden a estudiar y observar los fenómenos con mayor sencillez que en la naturaleza).
Para solucionar su problema y diferenciar un experimento de movimiento de caída libre con el péndulo ideó un sistema con un tablero de madera inclinado, que llevara en el centro un surco largo, recto y bien pulido. Una bola que ruede por el surco se mueve en línea recta. Y si se coloca la tabla en posición casi horizontal, las bolas rodarán muy despacio, permitiendo así estudiar su movimiento. Al hacer la prueba comprobó que exceptuando objetos muy ligeros, el peso no influía para nada: todas las bolas cubrían la longitud en el mismo tiempo.
Según Galileo, todos los objetos, al caer, se veían obligados a apartar el aire de su camino. Los objetos muy ligeros sólo podían hacerlo con dificultad y eran retardados por la resistencia del aire. Galileo luego subdividió su tablero con marcas a distancias iguales. Comprobó, que cualquier bola, al rodar hacia abajo, tardaba en recorrer cada tramo menos tiempo que el anterior. Estaba claro que los objetos aceleraban al caer. Después de establecer unas cuantas relaciones matemáticas sencillas para calcular la aceleración de la caída de un cuerpo, calculó exactamente, por ejemplo el movimiento de una bala al salir del cañón. Pero lo importante es remarcar el cambio en la ciencia. Los científicos no se contentaban ya con razonar a partir de axiomas, y comenzaron a diseñar experimentos y hacer medidas. Según muchos autores (en este caso Isaac Asimov) fecha 1589 como el año en que comenzó la ciencia experimental.

Arquímedes y la matemática aplicada


Arquímedes, natural de Siracusa, ciudad situada en la costa oriental de Sicilia, nacido hacia el año 287 a.C., era hijo de un distinguido astrónomo y probablemente pariente de Herón II, rey de Siracusa.
El sentir general de esos tiempos era que los artilugios mecánicos, era asunto que sólo convenía a los esclavos y artesanos. Arquímedes con estas presiones, no pudo ceder a impulsos tan “bajos” para un aristócrata, por que nunca se atrevió a dejar testimonio escrito de sus artilugios mecánicos; seguro le daba vergüenza. Sólo se tiene noticia de ellos a través de relatos de terceros (en el programa televisivo de mithbusters hay un capítulo donde intentan recrear una des sus máquinas bélicas).
Las máquinas no eran la única afición de Arquímedes. Fue también discípulo del matemático Conón de Samos. Esta afición lo llevó a unir dos campos de la ciencia que en ese tiempo eran disciplinas separadas. (Para esos años ya se habían realizado obras magnificas que implicaron un profundo conocimiento matemático, las pirámides egipcias por ejemplo). Arquímedes, sin embargo, no estaba familiarizado con estas matemáticas, sino con otra modalidad, más abstracta. Pitágoras había divulgado un sistema de deducción matemática, en el cual se partía de un puñado de nociones elementales, aceptadas por todos, para llegar a conclusiones más complicadas a base de proceder, paso a paso, según los principios deductivos.
Esta tradición fue construyendo un sistema de teoremas o de enunciados matemáticos, relativos a ángulos, líneas paralelas, descubrieron como determinar números, tamaños y áreas. Pero estos sistemas eran completamente teóricos. Los círculos, triángulos y demás figuras geométricas eran imaginarios y por tanto perfectos. La matemática no tenía un uso práctico.

Existe un una historia que ilustra bien esta situación. Platón (un siglo antes que Arquímedes) fundó una academia en Atenas, donde se ensañaba matemáticas. Un día durante una demostración matemática, cierto estudiante le preguntó: “Pero maestro, ¿qué uso práctico tiene esto?”. Platón, indignado, ordenó a un esclavo que le diera una moneda pequeña para hacerle así sentir que su estudio tenía uso práctico; y luego lo expulsó de la academia.
Los sistemas de palancas seguro fueron utilizados desde tiempos prehistóricos, pero hasta ese tiempo ninguno de los sapientísimos filósofos griegos había podido explicar su funcionamiento. Aristóteles había concluido que la palanca poseía la propiedad magnifica de mover objetos enormes debido a que sus puntas describían circunferencias. Arquímedes había experimentado con palancas y concluyó que su explicación era errónea. En uno de sus experimentos observó que si colocaba peso en un solo lado de la barra , ese extremo bajaba. Poniendo peso en ambos lados de la barra ésta se equilibraba si los pesos eran iguales. Todo a partir de un punto de apoyo.
Arquímedes comprobó que las palancas se movían con regularidad. Así que decidió utilizar uno de los principios de la deducción matemática; un axioma. Los axiomas son enunciados aceptados con carácter general, tan evidentes, según los griegos, que no requieren demostración. Por ejemplo: “ la línea recta es la distancia más corta entre dos puntos” o “el todo es igual a la suma de sus partes”. El axioma que utilizó descansaba en el principal resultado de sus experimentos con palancas. Decía así: Pesos iguales a distancias iguales del punto de apoyo equilibran la palanca. Pesos iguales a distancias desiguales del punto de apoyo hacen que el lado que soporta el peso más distante descienda.
Arquímedes aplicó luego el método de deducción matemática para obtener conclusiones basadas en este axioma y descubrió que los factores más importantes en el funcionamiento de cualquier palanca son la magnitud de los pesos o fuerzas que actúan sobre ella y sus distancias al punto de apoyo. Se dio cuenta que aplicando la fuerza de un hombre a gran distancia del punto de apoyo podía levantarse pesos descomunales, y a él se le atribuye la frase: “Denme un punto de apoyo y moveré el mundo”.


Pero no haciía falta que le dieran nada, por que su trabajo sobre la palanca ya había conmovido el mundo. Arquímedes fue el primero en aplicar la matemática griega a la ingeniería. De un solo golpe había inaugurado la matemática aplicada y fundado la ciencia de la mecánica.

lunes, 14 de septiembre de 2009

Tales y la ciencia

¿De qué está compuesto el universo?
Esa pregunta, tan importante, se la planteó hacia el año 600 a.C. el pensador griego Tales, y dio una solución curiosa, elaborada y falsa:
“Todas las cosas son de agua”.
La idea, además de incorrecta, tampoco era original del todo. Pero aun así es uno de los enunciados más importantes de la historia de la ciencia, porque sin él no habría ni siquiera lo que hoy entendemos por “ciencia”. La importancia de la solución que dio Tales se nos hará clara si examinamos cómo llegó a ella. A nadie le sorprenderá saber que este hombre que dijo que todas las cosas eran agua vivía en un puerto marítimo. Mileto, que así se llamaba la ciudad donde vivía, situada en la costa oriental del mar Egeo, que hoy pertenece a Turquía. Mileto ya no existe, pero en el año 600 a.C. era la ciudad más próspera del mundo de habla griega.
Tales sabía que el mar Egeo se abría hacia el Sur en otro mar más grande, el que hoy conocemos como Mediterráneo, y pasaba por un angosto estrecho (el de Gibraltar, entre Epaña y Marruecos).
Más allá del estrecho había un océano (el Atlántico), y los griegos creían que esta masa de agua circundaba los continentes de la Tierra por todas partes. Creía que el continente la forma de un disco y estaba en medio de un mar infinito. Aparte los ríos, lagos y manantiales diseminados en todo el continente. El agua se secaba y desaparecía en el aire, para convertirse luego otra vez en agua y caer en forma de lluvia. Había agua arriba, abajo y por todas partes.


Al hilo de todos estos estímulos Tales llego a la conclusión que le parecía más lógica: “Todo es agua”.

La idea de Tales, del universo acuífero no era del todo suya, pues en Babilonia ya se creía que la tierra era un disco rodeado de agua dulce. Pero a diferencia de Tales, los babilonios, concebían el agua no como tal, si no como una colección de seres sobrenaturales. El agua dulce era el dios Apsu, el agua salada la diosa Tiamat, entre los dos engendraron muchos dioses, que entre pasiones y guerras crearon el mundo como lo conocemos (no muy diferente a las mitologías en las culturas del mundo antiguo).

Esa era la respuesta que daban los babilonias a la pregunta “¿De qué está compuesto el universo?”. La respuesta de Tales era distinta porque prescindía de dioses, diosas y grandes batallas entre seres sobrenaturales. Se limitó a decir: “Todas las cosas son agua”.
Fuente: Asimov, Isaac. Grandes ideas de la ciencia; Historia de la ciencia. Alianza Editorial. España 2009.